👕 Alan era el mejor, hasta que algo cambió.

La historia de Alan es casi una biblia de liderazgo.

Hola estimado lector,

Se nos va el año.

Sigo experimentando cosas.

Y hoy comparto una historia con la que vas a empatizar.

O tal vez te ofenda y te des-suscribas.

Lo más probable es que no la termines de leer porque toma unos 12 minutos.

Una locura, ¿no?

Pero antes, démosle un poco de cariño a nuestro nuevo auspiciante; anotate en la charla que darán el 28 de noviembre.

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¿Te acordás del experimento de la semana pasada, en video?

¿O el de antes, en audio hecho por IA?

Esta semana vengo con un experimento nuevo:

Y hoy, otro pero más especial, con la genia de Daniela De Lucía, titulado:

¿Cómo voy a empujarte a cambiar si no estoy haciéndolo yo mismo?

-¡Herejía! -gritó un monje en latín.

-Vade retro -gritó otro, horrorizado frente a la monstruosidad que estaba viendo.

Cerca de un año antes, la vida en el monasterio era perfecta. Alan se despertaba a las cinco de la mañana cual Robin Sharma, rezaba y desayunaba en silencio pan y té, en el refectorio general. A las siete ya estaba trabajando, muy concentrado, en la biblioteca.

Le gustaban las matemáticas, por lo que todo el tiempo estimaba cuándo terminaría cada proyecto, aunque ya no lo decía en voz alta. Le habían dicho que la ansiedad era un pecado, pero siempre pensó que la crítica era, en realidad, contra las matemáticas.

Todas las organizaciones prohíben y alientan conductas, aunque lo nieguen.

Terminaría el proyecto en curso ese mes de mayo y podría empezar con el siguiente: la próxima copia de la biblia ya tenía destinatario. A cada una le dedicaba tres meses; era de los más rápidos y productivos. Un poco a escondidas, había decidido hacer todas las letras capitel de cada ejemplar el mismo día, para minimizar el cambio de colores y asegurar la coherencia. Era algo que disfrutaba mucho, lo sentía una forma de arte y le apenaba no poder dedicar más tiempo a esos hermosos dibujos, pero el material de marketing de su religión tenía que llegar a la mayor cantidad de gente posible cuanto antes. Alan tenía muy clara la misión de la organización e, incluso en contra de las reglas impartidas por sus jefes directos, experimentaba e innovaba siempre que podía.

Los humanos siempre trataremos de romper las reglas, por eso es clave discutir la Misión y Valores de la organización como hábito.

Él no lo sabía con exactitud, pero lo que conseguía con cada biblia era envidiable: cada una enviada a un pueblo generaba al menos veinte familias interesadas que querían saber más. Siglos después aparecerían las empresas de cable, telefonía celular y bancos que pondrían trabas para cancelar una suscripción, pero nunca una tan fuerte como “¡Te irás al infierno!”. Una biblia generaba veinte familias “clientes” de por vida y por generaciones.

La organización también tenía un área mucho más agresiva que se enfocaba 100% en reducir la competencia. Con métodos que unos siglos después serían inaceptables, buscaban, encontraban y quemaban a cualquiera que consideraran como una amenaza. Ser el responsable de la “Santa Inquisición (S.I.)” era un puesto difícil de obtener pero, de tanto poder que tenía, duraba de por vida.

Una organización debe dividir su foco entre hacer crecer la torta total o quitarle porciones a sus competidores.

Recuerdo en el siglo XX cuando lanzamos esa compañía que proveía un servicio que no existía, disruptivo; enseguida dos o tres empresas nos copiaron y lograron, durante un tiempo, que lucháramos por ganarles. Los mirábamos más de lo que admitimos y expandimos por toda la empresa esa voluntad de rivalizar -hasta llegamos a contagiar, incluso, a nuestros propios competidores. Perdimos de vista, por un buen tiempo, que la mayor oportunidad suele ser agrandar el mercado -aunque eso beneficie a tus adversarios.

Una organización define su largo plazo por cómo divide el foco entre conseguir nuevos clientes y cuidar a los viejos.

Muchos siglos antes, el fundador de la organización a la que pertenecía Alan, nuestro monje, había comenzado con enorme esfuerzo, mucho más que cualquier emprendedor del siglo XXI. Recorrió desiertos, pasó hambre y transmitió sus ideas con pasión. Aquel fundador no llegó a ver el éxito. Cuando murió tendría, tal vez, unos cientos o miles de seguidores; pero después de su muerte no paró de crecer, gracias a la perseverancia y a la visión de largo plazo que inculcó.

Mientras tanto, Alan, en el monasterio, no perdía el foco: sabía que era muy importante ser rápido y preciso. Pero tenía la misma disyuntiva que un CEO del siglo XX: ¿calidad o cantidad?

-¿Qué es más importante, que copie rápidamente o que lo haga sin errores?

-Ambas cosas, hijo mío.

Ésa era la respuesta que obtenía siempre, pero la sentía incompleta.

Si la respuesta a tu pregunta es siempre la misma, la pregunta no está bien hecha.

Imaginó, un día, una matriz de doble entrada: velocidad en un eje, precisión en el otro. Dibujándola en el aire, le habló al abad:

-¿Le dio arroz a la zorra?

-Dábale arroz a la zorra el abad.

Siempre se saludaban igual. Se enfocó en su matriz imaginaria con cuidado de no hacer referencias matemáticas.

Para una comunicación efectiva suele alcanzar con que uno de los dos piense estratégicamente.

-Si lo hago rápido y perfecto, estamos contentos; de eso no hay duda. Si lo hago lento y mal, estamos tristes; también es evidente. Pero, ¿qué prefiere el abad, rápido y mal o lento y bien?

-Me pone en un brete, hijo. Pero si tengo que elegir, sin dudas, lento y bien.

Cuando dos objetivos son igual de importantes, ponerlos en conflicto en una matriz ayuda a priorizar.

Algo similar sucede en los mercados: muchos se jactan, sin pensarlo, de ser “el mejor y el más barato”. En cada mercado habrá uno que sea el mejor y otro, el más barato. El supermercado con más surtido, mejor servicio, pasillos más anchos y perfume más agradable no será el más barato -ni viceversa. La única forma de lograr ser el mejor y el más barato, de manera consistente en el tiempo, es con un diferencial tecnológico, una disrupción en la forma de hacer las cosas que sea difícil de copiar. Y eso fue lo que pasó cuando Alan, nuestro monje, quiso cambiar el proceso haciendo las letras capiteles todas juntas.

¿Cuándo entenderemos que una disrupción es la única forma de ser el mejor y el más barato al mismo tiempo?

Claro que apenas lo vieron sus compañeros se alejaron y su jefe le dijo, tal vez por primera vez en la historia:

-¡Siempre lo hicimos así!

Lo cambió igual. Le estaban dando órdenes en conflicto, lo que le permitía elegir cuáles cumplir.

Si hacemos solo lo que nos dicen, el pasado es nuestro techo.

Al tiempo, el abad lo felicitó por la velocidad y precisión. Alan lo entendió como un permiso para seguir innovando. Cambió la pluma para hacerlo más rápido. Un día dejó de rezar frente a cada página. Como no pasó nada, continuó; cada vez más rápido.

Su momento de gloria fue en la misa de Navidad: todos lo aplaudieron por llegar a una biblia cada dos meses. Treinta y tres por ciento más rápido, pensó. Un tercio más de familias convertidas. Estaba feliz.

Pero duró poco.

-¡Herejía! -gritó un monje en latín.

-Vade retro -gritó otro, horrorizado frente a la monstruosidad que estaba viendo.

La noticia había corrido como pólvora por Europa. Veinte años antes un alemán había inventado una máquina diabólica que copiaba biblias más rápido que un humano. Los monjes se reunieron en cada pueblo, luego en cada región, hasta que llegaron al Vaticano.

-Mandemos a la S.I.

Los monjes copistas estaban horrorizados y expresaban, con vehemencia, lo dañino que sería para el mundo esa “ocurrencia del demonio”. Todos, sin excepción, pensaban en sus hábitos, en los años de hacer lo mismo, en el esfuerzo que les había llevado aprender a copiar las letras, aun cuando la mayoría seguía siendo analfabeta. No querían salir de su zona de confort, pero la imprenta avanzaba.

El cambio tecnológico siempre parece una amenaza terrible para un subgrupo de la humanidad.

Alan era el que más sufría: obsesionado por encontrar constantemente mejoras marginales, tenía una cultura que recién se haría evidente con el fordismo; era un adelantado a su época. Pero esta innovación lo echaba todo por la borda. El esfuerzo que venía haciendo desde hacía tiempo desaparecería como por arte de magia. Claro: magia. Los métodos que usaba el enemigo eran evidentes. Comenzó a rezar con toda su fuerza, rogando volver al pasado, a “cuando las cosas eran normales”, cuando él era el mejor.

-¡No quiero una nueva normalidad! ¡Déjenme en la vieja, donde yo era genial!

Es injusto, pero muchas veces el más enfocado en la mejora continua es el más afectado por el cambio tecnológico.

Alan pasó rápidamente y sin saberlo por las cinco etapas del duelo: negación, enojo, depresión, negociación y aceptación. Con el beneplácito del abad, mientras seguían discutiendo qué hacer con este invento, viajó en secreto a Maguncia. Aprendió a manejar la imprenta y ayudó a que se aceptara en toda Europa. Dedicó su energía a aplicarle mejoras contínuas al salto tecnológico.

La reinvención es la única habilidad que realmente necesitás.

Siglos después odiaríamos a Alan por haber usado el mismo molde para la letra “O” y el número “0” y para “I” y “1”, problema que un millennial jamás entendería.

Distinto, ¿no?

Espero haberte dejado pensando.

Dejame tu opinión más abajo.

Que te hagas una excelente semana,

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